El mundo por un agujero
 
CONTRAPORTADA:

    Un viajero solitario regresa a una aldea castellana casi deshabitada, de donde había salido cuando era apenas un niño, y se aloja en casa de María la Viuda. Con ella vive también su hija, una inquieta adolescente que empieza a descubrir el mundo, aunque sea a través de un agujero practicado el entablado del desván, y desde el que observa los encuentros de su madre y el Coba, un lugareño rudo y zafio. El recién llegado, que arrastra un pasado trágico y desventurado, le revelará a través de sus constantes monólogos un mundo nuevo y sorprendente, más allá de la mísera cotidianeidad en que vive la joven.


    El mundo por un agujero es una sorprendente novela sobre la inconsistencia de la felicidad y de los sentimientos. Su lenguaje, a un tiempo evocador e inquietante, y su virtuosismo narrativo le hicieron merecedor de IV Premio de Novela Ciudad de Salamanca.

Editorial a l g a i d a

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SOLAPA:

    CARLOS SÁNCHEZ PINTO nació en Salvadiós (Ávila), aunque reside desde hace tiempo en Valencia.

	Su primera novela, Nonato, música de rabel (1978), fue galardonada con el premio Ateneo de Valladolid, a la que siguieron Un sombrero lleno de sol (1981), premio Armengot, y Tiempo de ausencia (1983), premio Ateneo Marítimo de Valencia.

	Además, en los últimos veinte años su infatigable labor como narrador le ha hecho acreedor de los más prestigiosos galardones de cuentos del panorama literario español (Hucha de Plata, Antonio Machado, Gabriel Miró, Ignacio Aldecoa, Miguel de Unamuno…).

	Con El mundo por un agujero a obtenido el IV Premio de Novela Ciudad de Salamanca.

Un jurado presidido por
D. Julián Lanzarote
y compuesto por Dª María Jesús Mancho,
D. Luciano González Egido,
D. Nicolás Miñambres,
D. Ricardo Senabre y D. Manuel Taléis
Concedió por unanimidad a
El mundo por un agujero,
de Carlos Sánchez Pinto, 
el IV Premio de Novela
Ciudad de Salamanca

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FRAGMENTOS:

    EL caso es que, por una parte, me da miedo que esta historia llegue a ponerse en letras de molde; o sea, que se publique en un libro y venga a conocimiento de la gente del pueblo, porque en seguida darían con el fondo del asunto, y además caerían en la cuenta de que no hay aquí de mi cosecha más que el orden que pueda haber puesto en los sucedidos que la componen, muchos de los cuales, si bien aisladamente, son de sobra conocidos por unos y por otros:
        –Anoche pasé por la puerta de María la Viuda, y menuda comedia tenía el huésped. Con decirte que me paré y todo, a escucharle un rato. La que tenía liada, el hombre.
        –Es como un teatro; acciona y todo, y llora de verdad. Yo le he visto por las rendijas de la ventana. 
        –¡Bueno! Cuando hay luna llena se alborota. Yo creo que no se da cuenta. Dice María la Viuda que si llamas en ese momento te recibe tan campante.
    Ya estoy viendo a mi madre llorando a gritos y diciendo a quien quiera oírla que voy a acabar con ella, que la voy a matar a disgustos, que con lo que fue siempre nuestra familia, que nunca dio un ruido, y que, a buenas horas, de haber vivido mi padre, iba a haber ocurrido una cosa semejante. 

EL MUNDO POR UN AGUJERO (Pág. 7)

Jueves, 31 de octubre, San Urbano.

    INCAPAZ de fingir, he tenido una pelotera con mi madre, que me ha reprochado mi silencio, mi enfado que considera sin motivo.
        –Está una sacrificándose por ella –ha dicho–, y encima tiene que aguantar esa cara de perro. Pues sí, señor.
    Y es que no llego a convencerme de que sea víctima de la situación o consentidora de ella. No acabo de creerme que siga aquí por necesidad, y a veces llego a la conclusión de que ha aceptado para ella una forma de vida que detesta, pero a la que se somete gustosa con el único fin de salvarme a mí de las miserias que nos rodean.
    Llovía un poco y olía a tierra mojada y a hongos. Sobre las once y media subí al desván, y tuve que bajar dos veces a estornudar, pero dejé la grabadora en marcha. Don Andrés parecía tranquilo y hablaba sosegadamente, sin dirigirse a nadie, con pena. Estuvo durante todo el tiempo sentado a la mesa, un buen rato con la cabeza entre las manos, y luego dale que te pego emborronando folios que leía y comentaba en voz alta para después arrojarlos hechos trizas a la papelera. Esto escribió:


        ––––––––––––––––––TRANSCRIPCIÓN Nº 27–––––––––––––––––––––––––––

    Se me fue tintando la mirada con la grana de mil crepúsculos. De más chico había tenido los ojos verdes, según aseguraba mi madre; pero yo recuerdo habérmelos descubierto con un fuego recóndito y centrado en el iris, que poco a poco fue expandiéndose hasta cubrirlo por completo. Y me parecía a mí que ello era por causa de mis éxtasis de muchas tardes contemplando la silueta del pueblo, recortado a trasluz de una puesta de sol que carbonizaba los irregulares bloques de sus casas, cijas y pajares, a punto de hacerse ceniza con la resonancia de unos golpes en el yunque de la fragua que se iban haciendo de vez en vez más espaciados hasta que, al cesar por completo, permitían asentarse sobre el campanario oscuras y tupidas bandadas de tordos, como poso de sombra en un paisaje de acuario.

Págs. 19 a 20

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Lunes, 21 de octubre, San Hilarión y Santa Úrsula

    LLOVIÓ por la mañana, y ya todo el día estuvo deslucido y triste. El perdiguero del Coba nos mató una coneja muy hermosa que teníamos y que además estaba a bocaparir. Mi madre se llevó un buen disgusto, y por la noche el Coba se presentó con dos pollas ya grandes en un saco, y dijo que en tres meses iban a estar poniendo, que eran de muy buena raza.
Yo se las hubiera puesto por sombrero, y como no quería ni verle, me fui a la sala mientras estuvo allí y me alegré de que se fuera en seguida. 
El pobre don Andrés estuvo tristón; pero contó una historia que me gustó mucho,  cuya grabación he oído luego un montón de veces.
    Mi madre había estado descascando alubias, y entre las vainas amarillas encontré los pedazos de papel que don Andrés había escrito.


        ––––––––––––––––––TRANSCRIPCIÓN Nº 20–––––––––––––––––––––––––––

    Esta tarde de lluvia y mariposas ausentes, me ha lavado la memoria como si fuera un naipe antiguo y me deja, hombre de ahora mismo, frente a un tiempo de la infancia en que yo, niño como tú eras, estoy en la torre de la iglesia del pueblo, volteando a vísperas junto al vaquero Nicolás, que se ha quitado la chaqueta y empuja incansable la campana madre; yo no sé, yo no sabía si con la camisa empapada de sudor o de lluvia. A veces me quedaba prendido de una imagen enmarcada en la ojiva luminosa que daba al campo germinal; entonces abandonaba el campanillo y contemplaba los ocres redivivos, la gleba encharcada, un tropel de chopos desnudos en procesión por el valle y el ribazo por donde araba una yunta de bueyes, arriba y abajo lentamente, ignorando la lluvia. Trazadores vencejos parcelaban un cielo ceniciento. Era un tiempo de espera y esperanza, un mundo del que yo tenía la seguridad de salir hacia otros descubrimientos. Había un más allá tras el Cerro del Asomante, y mi perspectiva no se limitaba a ser un día el hombre que caminaba tras la yunta. Yo estaba allí de paso y me esperaba, al borde de una imaginación alimentada de leyendas, un horizonte nuevo en que volar.

Págs. 67 a 68

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    Y así me voy a todas partes con mi soledad, ando entre la gente enseñando mi soledad, espigando recuerdos, rebuscando entre el oro de los pámpanos como rebuscaba las uvas olvidadas de la vendimia cuando era pequeño, en aquellas tardes oxidadas de otoño y de melancolía.
    ¿Con qué clase de sonrisa contemplas hoy todo esto que te digo? Te advierto que no se puede ser absolutamente sincero con la gente, a menos que se acepte el riesgo de que nadie nos crea.
    Ni mucho menos estoy loco, jamás estuve tan seguro de mi cordura, aunque éstas mismas aseveraciones puedan parecer un signo de todo lo contrario; pero puedes pensarlo, si te place.
    Hoy me parece imposible que hayamos sido capaces de enterrar tanta ilusión, la esperanza de aquel tiempo en que no se vislumbraba un obstáculo a nuestra proyectada felicidad. Pero luego, con cuánta fruición me cortabas los vuelos, Julia, y me mirabas después, los alones sangrantes, abatirme por el suelo de guijos, como un ave oscura, sin ánimos siquiera para graznar. Recuerdo un tiempo en el que ya ni siquiera me permitías la sonrisa, estabas al acecho de mi felicidad y la dejabas apenas dar unos tímidos pasos para lanzarte sobre ella con el peso de mil acusaciones.
Mariposa que busca la llama en ella se abrasa, Julia, y tú buscabas en cualquier cosa motivos de disgusto entre nosotros. Fui capaz de superar el desasosiego que me causaba la sensación de sentirme prisionero cada tarde, cuando, al levantar los manteles, levantabas el puente levadizo y me dejabas encerrado en el castillo roquero de tus suposiciones, inútil ya la tarde, ni siquiera para ser contemplada a través de la ventana si no quería desatar tus iras. Entonces yo necesitaba más que nunca abrir la puerta, salir; a ninguna parte, darme únicamente una cierta sensación de libertad, sentirme en la calle, imaginar que te alegrarías a mi regreso y poder experimentar, en un momento de mi ausencia, la necesidad de volver por el sólo hecho de que tú me esperabas. Mas nada de eso era posible. Me refugiaba en el primer telediario, en la prensa que no leía; me quedaba traspuesto, arañando una remota posibilidad de alegría cuando el niño volviera del colegio. Entonces sentía el portazo de tu marcha con el que descargabas un cúmulo de rabia. Yo interpretaba que pretendías despertarme, hacerme saber que te habías ido sin besarme, que te sentías airada y soberbia.
    Pero también a la justicia prenden, Julia, me daba cuenta de ello, y así, por la manera en que exponías a tus amistades las cosas que sucedían entre nosotros, yo, que objetivamente hubiera estado en posesión de la razón, me quedaba sin ella, y ellos te la daban a ti, acuciando tus desvaríos.

Págs. 148 a 149

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    A mí misma me resulta curioso observar la alegría que siento cuando en alguno de sus monólogos o escritos me sorprende don Andrés mentando a algún personaje conocido, porque me parece formar parte de la historia y que cualquier noche pronunciará mi propio nombre y me incluirá en el laberinto de su vida. Lo digo porque ya conocía yo, de oírsela a mi madre, esa historia de Justis el Pato, que también se marchó un día para no volver nunca más. Ahí están todavía la casa y el lagar, atestado de murciélagos.


        ––––––––––––––––––TRANSCRIPCIÓN Nº 23–––––––––––––––––––––––––––

    Si hoy estuvieras aquí conmigo, hijo, desnudaríamos el jardín entre los dos para vestir de rosas el cuarto de tu madre. Este jardín por donde el amor anduvo un día sin encontrar una rama en que anidar. Yo te enseñaría esta luz de domingo que se transforma en pájaros canoros por entre las ramas del sauce; correríamos juntos sobre la hierba húmeda hasta conseguir que tu madre viniera a regañarnos para poder derribarla también y entre los dos buscarle la risa por el pecho.
    Tú eras el último mástil en que yo icé la bandera de mi efímero triunfo, la máxima felicidad que me estaba permitida, una ventana al mundo tanto tiempo pretendido, la piedra angular que sostenía todo el armazón de mis mejores ilusiones; pero tenías que dejarnos, y, al marchar, desnudaste la casa de esperanza. Ya ves, hijo, eras el medio, la unión entre tu madre y yo, el antídoto contra nuestros venenos de cada día.
    Ahora vivo los juegos que nunca te enseñé, me cargo con tu susto al hombro, oigo tus gritos como luminosas flechas que se pierden entre las quietas copas del naranjal, y persigo tu imagen, tu sonrisa, por las adelfas del camino mientras digo tu nombre y que me dejes, que ya no puedo más de tanto ir en pos de ti, que bajes de mi pecho en el que te has sentado a horcajadas para gritarme, para gritar a tu madre que eres el vencedor, que me has podido. Huyes, incitándome a seguirte, en tanto yo me quedo sobre la hierba, con el periódico sobre el rostro, respirando su olor a tinta fresca y escuchando, al otro lado de la cerca, los gemidos del perro de Gustavo y en seguida las voces de Lola: “Se va a enfadar y te morderá. No seas malo”.
    Cierro los ojos y sigo inventándome una mañana contigo. Me lanzas una palada de tierra sobre el diario y corres a esconderte, pero estoy ahora decidido a encontrarte y hacértelo pagar; lo sabes de sobra, mal bicho, y te vas en una carrera de pato asustado a refugiarte tras la mecedora donde tu madre dormita con el libro abierto sobre el halda. Mas no pienso dejar que te me escapes, y te persigo alrededor mientras la llamas a ella en tu defensa. Muerdo en una caricia el brazo que me ha detenido, en tanto tú, en guardia todavía, ríes sofocado y me miras con ojos chispeantes de burla. Intervendrá tu madre para que pactemos una tregua durante el aperitivo, y cuando ella y yo estemos en el salón y ya la tenga derribada sobre el sofá, llegaras justo a tiempo para defenderla de mi dulce venganza. Te dirá que te vayas un ratito al jardín, que no cree que yo me atreva a intentarlo de nuevo, que te llamará si es preciso. Yo asentiré, prometiendo estar quieto hasta que vuelvas, y te descolgaré por la ventana para que caigas blandamente sobre la luz desparramada por el césped.
    “¿Cómo no voy a ser feliz, si no me dejáis hacer otra cosa?”, diré a tu madre. Y en seguida te enviaré su risa por la escalera de sol tendida a través del ventanal, mientras los dos, ella y yo, oímos cómo te alejas amenazándome.
    Hoy no sé si hubo un día en que todo eso fue cierto, hijo, ni siquiera si pudo serlo. Es posible que todo forme parte del mundo que me empeño en crear a cada instante para tenerte cerca.
    Anoche recogí para ti un cestillo de estrellas y me lo traje a casa chorreando reguerillos de luz; pero esta mañana se me habían escapado todas como mariposas inquietas, hijo; sólo quedaba un frío polvo de plata entre los juncos húmedos. Entonces yo he llenado la cesta de melancolía y la he puesto sobre el armario del cuarto de los juguetes, al oreo del último sol, sobre la caja de los soldaditos de plomo, que están ociosos y reumáticos, llenos de vicios y de añoranza, ya te puedes suponer. Se le están oxidando los cromados al Balilla que te compramos en la feria, y, al cerrar la puerta, no veas cómo se ha puesto a escandalizar el pato loco, dándose trastazos contra las paredes y las patas de las sillas. Un caso, hijo. No he querido volver a entrar para evitarme unas palabras con él; así que, he permanecido unos momentos con la mano en el pomo, indeciso, y, al final, cuando se ha callado y sólo se oía un carraspeo de lo más desagradable, me he metido en el salón y allí, junto al radiador, como un viejecito solitario y enfermo, me he agarrado a la botella del coñac.

Págs. 160 a 164

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    Esta noche, oyéndole llorar, hablar con voz entrecortada mientras se sujetaba la cabeza con las dos manos, tampoco yo he podido remediar el llanto.


        ––––––––––––––––––TRANSCRIPCIÓN Nº 32–––––––––––––––––––––––––––

    Otro domingo nos aleja, nos acerca. Tú te fuiste una tarde de domingo. ¿Qué mejor que una tarde de domingo para encontrarnos otra vez? Presiento.
    Un rápido carboncillo, el oscuro vuelo de los vencejos dibuja tu nombre en la quietud azulada de la tarde, mientras vengo por esta senda de hojas secas, pisando las perfumadas manchas de sombra de los cipreses, donde oscilan trémulas mariposas.
    Y mientras voy caminando, sin prisa, se cierra mi mano a la forma de tu mano, suave y cálida, tan lejana ya, tan imposible.
    Como este pétalo que tiembla sobre la inscripción de tu nombre era tu piel. Como él será mañana eres tú ahora. Como ese aire tibio que pasa era tu aliento. 
    Sé que un día, en mi locura, te buscaré en el fondo de esta oscura caja de piedra que te guarda para crispar mis dedos sobre tu forma frágil.
    Mil veces pienso que estás aquí, conmigo, que me vas a salir gritando por detrás de los rosales, que quieres asustarme apareciendo repentinamente a la vuelta de una esquina, que me esperas acurrucado tras el túmulo monumental del torero, como aquellos domingos en que veníamos a ponerle flores al nicho del abuelo y luego tú mirabas en silencio mis lágrimas, hasta que te sorprendía el tren, que arrastraba su estrépito verde al otro lado, por encima del paredón de calicanto. Se subían entonces tus gritos, insólitamente alegres, hasta las copas de los plátanos, agujereando el frágil silencio del cementerio, como duros impactos en el cristal de la tarde rumorosa de hojas y viento. Me enseñabas después, regocijado, las pequeñas cosas próximas a tu altura: un camino de hormigas, una letra de oropel desprendida de una cinta morada y que te obstinabas en guardar, el asa de un búcaro vidriado, tu sombra.
    Hoy me parece poder tocar el borde luminoso de la tarde mientras camino despacio, pensando en ti, esperándote, en pos de ti, como aquellas veces a la vuelta del colegio, cuando marchabas pisando estremecidas transparencias de solisombra por los senderos del parque, tus grandes ojos infantiles asombrados de tanta luz esmeralda a la hora de las adelfas, tu carterilla innecesaria colgada en bandolera, tu aire de estremecedora responsabilidad. Yo no sabía entonces comunicarte mi ternura, hijo, te abandonaba bajo el toldo de la terraza y me tendía a leer, a pensar. Se nos había muerto la alegría por los rincones de la casa. Tú jugabas -¿jugabas?-, a hacerte largos trenes con pinzas de la ropa, te construías, con sorprendente maestría, primorosos aviones de papel. Dormías. Te equivocabas con el vendedor de libros y corrías a la puerta llamando a tu madre.
    Qué perdida, qué mal utilizada ilusión de verte caminar delante de mí por el senderillo de asustados gorriones, qué imposiblemente compartida. Se nos fue el agua clara de tu presencia sin valor en la aridez de nuestros corazones. 
    Yo abría los ojos al tedio amarillo de la tarde y un último fuego se extinguía en el marco dorado de los cuadros, prendía un instante por el lomo de los libros, se diluía, por fin, en un escalofrío de sombra. Estabas allí, dormido sobre el suelo, con el último, inconcluso avión de papel entre las manos. Despertabas al intentar yo ponerte sobre la cama y al momento te sentía otra vez recorrer la casa buscando a tu madre. Me bebía la amargura del crepúsculo; de espalda a la ventana, apagaba las postreras luces en el corazón, lloraba.
    Podría, puedo reconstruir esas tardes contigo, sin ti, ahora que ya todas las músicas son tristes.     Puedo volver a casa para sentir el miedo de tu ausencia, de tu presencia impalpable, poner una rosa fresca en el florero de tu cuarto para otro día de locura recoger del suelo los pétalos caídos, decir allí tu nombre, pronunciarte, aprisionar en mí tu corazón ausente, jurarme que no estás, que estás, que no te tengo, buscarte por la casa como un loco, arar mi pelo en mil escalofríos y después, después de esta tortura huir de mí definitivamente.
    Otras veces siento tu presencia como un árbol poblado de pájaros, de encendidos pájaros trinadores que me suenan por el pecho. Te encuentro entre la ilusión y el recuerdo, al borde de una lágrima, sentado sobre la piedra cubierta de musgo donde tantas veces me esperabas; y cuando despierto, esa sonrisa que delataba tu presencia se me petrifica en una mueca de estupor; pretendo tocarte con mis manos, tan hechas a otras cosas, y te vas en mil reflejos, como si sólo fueras una imagen contemplada en el agua de un estanque.
Pero no quiero contagiarte de soledad, hijo, de esta soledad de andar por entre la gente de todos los días, cercado por altas barreras inderribables. No hay una puerta a donde yo pueda llamar.

Págs. 196 a 198

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    La desnudó a zarpazos y babeó sus pechos. Durante un instante, un segundo antes de retirarme dominada por la histeria, pude ver la cara de mi madre: un gesto de dolor, una trágica mueca de oveja que se resigna a ser comida por los lobos. Nunca lo olvidaré.
    Oyendo la transcripción de don Andrés, imaginando las escenas que él rememoraba, me daba yo cuenta de lo distinto que puede ser el mismo acto dependiendo de quien sea el protagonista, y eso aumentaba el odio y la repugnancia que sentía por el Coba.


        ––––––––––––––––––TRANSCRIPCIÓN Nº 31–––––––––––––––––––––––––––

    Amargo me suena el vals, Lola, agrio de olvido y de tiempo. Alada me parecías tú, aquella tarde que viniste a verme y me trajiste la música, que en seguida hiciste sonar en el tocadiscos, mientras girabas balanceándote por el salón, exhibiendo una sonrisa, las manos siguiendo el compás, como dos prendedores de nácar sujetando, lo suficientemente por encima de las rodillas como para hacerme imposible la espera, los bordes de la falda, que hacías ondear desplazándote por entre las butacas y las mesas, adivinándome impaciente, complacida de saberme ya prisionero en la sutil tela de araña que me habías tendido. 
    Soy capaz de creerme que, ahora, en este mismo instante, estás aquí por un segundo, contra el ventanal teñido por lejanos arreboles de crepúsculo; o cruzadas las piernas sobre el sofá gris perla, descalza, transmitiendo al frío y suave tapizado de piel muerta el cálido contacto de tu epidermis de hembra en celo. Mas cuando ese alarde de imaginación es vencido, se me adelanta la realidad en el plano de la memoria como un relieve de timbal que me tortura. Entonces sé que estás allí, en el estudio de tu amigo el pintor. Y pienso que podría ir, esperar por la acera distrayendo sobresaltos de escaparate en escaparate, mirar la luz y alguna sombra en la ventana, veros salir, por fin, y cómo entráis los dos en el coche, en cuyo interior te inclinas hacia él para susurrar algo. Conozco el gesto y el perfume, la discreta cercanía de tu rostro y esa risa que te surgía después, espantando perplejidades.
    He perdido la cuenta de los otoños que han pasado, no sé clasificar en la memoria los crepúsculos que se me han ido recordándote, Lola; pero estoy seguro de que siempre, desde el primer momento, tuve conciencia de que te irías, de que lo nuestro no iba a ser eterno, ni siquiera duradero. A pesar de todas las pruebas que tú creías que lo eran y a pesar de tus lágrimas de tantas veces. “¿Todavía puedes pensar que no te quiero?”, me decías cuando sacrificabas algo por mí, por unos minutos conmigo. Y yo, ciertamente, quedaba anonadado, creía en ti durante unos segundos, unos minutos, unos días; hasta que de nuevo te perdías en la maraña de tus amistades, de tus líos indescifrables.

Págs. 227 a 228

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    Esta noche estuvo desesperado y fosco, hablándole a su propia imagen reflejada en el espejo del armario de luna, utilizando un lenguaje disparatado y enredoso. Sacó de la maleta un montón de folios arrugados y leyéndolos dio fuertes gritos; pero ya nadie le hace caso. Lloró sin consuelo; a veces armó tal escándalo, que temí que mi madre se levantase. Al final cogió los folios y los hizo mil pedazos que lanzó por el aire, pero luego fue recogiéndolos pacientemente y los dejó caer en la papelera; de entre la nieve los recogí por la mañana.
    Me gustaría bajar a ponerle una mano sobre la frente, a decirle que se tranquilice, que yo le comprendo, a ayudarle a olvidar tantas amarguras.
    No mejora.


        ––––––––––––––––––TRANSCRIPCIÓN Nº 37–––––––––––––––––––––––––––

    Poco a poco se fueron aquietando las hojas de los plátanos hasta adquirir una pesadez de forja, haciéndose cortantes, especialmente templadas para herir. Yo contemplaba el campo a través de los vidrios ensombrecidos por el polvo, mientras me balanceaba en la mecedora y tragaba, a grandes buches, el vino tanto tiempo guardado para otras solemnidades. Ascendía un humo plomizo y vertical desde el cigarrillo que se consumía olvidado en el cenicero de bronce; aquel que tú me reglaste por uno de mis cumpleaños. Adormecida la tormenta, sólo se oía el crujir de algún mueble, el goteo de la lluvia retenida en las hojas de los árboles, al otro lado del ventanal, a los innúmeros espíritus malignos que me han venido poniendo cerco día a día, uno tras otro sin interrupción, hasta acorralarme aquí, último reducto donde, a pesar de mis previsiones: trancos y fallebas doblemente reforzadas, sé que acabarán irrumpiendo. Unos momentos antes había sentido batir el aguacero sobre el jardín con violencia inusitada que arrastraba las hojas enfermas, había visto desplazarse por las avenidas bordeadas de mirto enormes pelotas de hierbajos y aliaga, yendo y viniendo al impulso del viento de tormenta como animales desorientados por la tarde adelantada de sombras. Quizá eran cerdos que arrastraban un vientre repleto de demonios. A veces me parecía notar tu presencia tras de mí, sentada tú en la otra mecedora, inmóvil, haciéndome sentir el escozor de tu mirada persistente sobre la nuca, parada allí como un ave rapaz ineludible, inahuyentable y desquiciadora. La remota presencia del hijo que se nos fue, alivió entonces, en cierto modo, el recuerdo de esa dolorosa sensación de sentir tu mirada sostenida sobre mi cabeza, pegada allí como una culpa. Pero después vi al niño caminando desnudo y descalzo, aterido y mojado, por paisajes inhóspitos donde era asediado por alimañas que tenían su misma estatura para mejor mortificarle. Acosada de hienas te veas tú también.

Págs. 264 a 265

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Viernes, 6 de diciembre, San Nicolás.

    HE  querido verle de cerca, y esta noche, mientras él cenaba, he pasado por delante de la puerta de la sala y me he detenido a darle las buenas noches, aun a sabiendas de que a mi madre no la gusta. Ha girado la cabeza hacia mí y me ha sonreído con una sonrisa triste y resignada, como si perdonara  mi curiosidad libertina, la de hoy y la de todas las noches en que he violado su intimidad.
    Yo he sentido la necesidad inevitable del desagravio, y mientras estaba allí, quieta en el marco de la puerta, contemplando su rostro demacrado, cuyas facciones señalaban una cierta desesperanza acentuada por la penumbra, casi sin pretenderlo, como si fuera otra persona la que hablara por mi boca, le he dicho:
        –Siento que tenga que marcharse.
    Ha parpadeado un instante, como queriendo aumentar la atención que estaba prestándome al descubrir inesperadamente algo que mereciese su interés.
        –Nunca nos vamos definitivamente -ha dicho-. Sobre todo si queda alguien que nos recuerda. 
    Y como yo estaba segura de que su pregunta estaba ya formulada en el pensamiento y era cuestión de tiempo el hecho de que me la expresase verbalmente, le dije con franqueza:
        –Yo le recordaré.
        –En ese caso –aceptó complacido–, yo seguiré aquí en la forma en que tú me recuerdes.
       –¿No va a volver nunca? –me atreví a preguntar con una ingenuidad de la que en seguida me arrepentí.
    Acentuó la sonrisa mientras se levantaba, vino hacia la puerta y, al llegar junto a mí, se detuvo un instante y me acarició la mejilla con el dorso de los dedos.
        –Siempre que tú quieras –dijo.
    Mientras salía, puse mi mano allí donde había quedado el tacto de su caricia, quizás en un intento de retener aquella sensación nueva y turbadora, el apenas percibido perfume de la loción que personalizaba todas las cosas utilizadas por él.
    Fui hasta mi alcoba para evitar que mi madre descubriera mis lágrimas y no quise cenar. Habló pausado y apacible durante un rato. Después de escribir lo que sigue le vi ponerse la gabardina y salir. Me asomé a la puerta de la calle y estuve observándole caminar calle abajo. La noche era clara y fría, y él empujó la puerta de su casa y entró.
        –¿Qué andas haciendo a estas horas? –me gritó mi madre desde la cama.
        –Nada –contesté, ajustando la puerta y el tono de mi voz–. Va a helar.


        ––––––––––––––––––TRANSCRIPCIÓN Nº 46–––––––––––––––––––––––––––

    Este es, hijo, el caminillo de los cisqueros: dos hombres que antes de ser de día pasaban hacia el monte cada mañana, las hachas al brazo, la gorra un poco ladeada, al cinto el fardelillo de la merienda; y volvían de noche ya, empujando trabajosamente el cansancio de la jornada, oscurecido el rostro. Nunca hablaban, descansaban en la taberna de Ramona el tiempo justo de compartir en la misma botella un cuartillo de tinto, se pasaban la frasca con un gesto, liaban sendos cigarrillos que encendían con yesqueros de pedernal y, precedidos por dos puntos de lumbre, se tiraban otra vez a la noche y al camino.
    Es la hora en que se recogían las gallinas; ya un gajo de luna se ha señalado en un cielo mate que es anticipo de oscuridades; se presiente la hora en que por la plaza rondaba un perfume de galán de noche que crecía en el rincón del jardinillo de María Luisa y que en seguida era sofocado por el olor a carburo y a mecha, a fuego de carrasca. La última luz del día se escapa también por el fondo de las lagunas.
    Dentro de un rato se oiría por la calle la andadura del reloj de rinconera de casa de Matilde, resonando desde la alta caja en la sala embaldosada y vacía. Todo se iría quedando casi tan quieto como ahora, sin este frío, al fondo de la calle la mancha oscura de los chopos, ya bajo el toldo de la noche.

Págs. 341 a 343