estampas Color Sepia.
 
SOLAPA :

Desde la nostalgia y con voluntad de salvar el pasado de la acción demoledora del tiempo, Carlos Sánchez Pinto despliega un álbum de estampas de su tierra natal: Salvadiós, en Ávila. El mundo contemplado desde la perspectiva de un niño que se asombra con lo corriente y habitual: oficios, paisajes, costumbres que hoy ya son sólo etnografía. Una prosa escrita en el mejor castellano, un léxico riquísimo y la admiración de lo cotidiano convierten lo que podía haberse quedado en pura documentación sobre e ámbito rural de hace más de medio siglo en el mapa sentimental de una geografía y una época añoradas de la vieja Castilla.
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FRAGMENTO:

LAS ROGATIVAS

Algunos años no prestaba el tempero, ni llovía por san Marcos ni abril traía aguas mil. Ásperos airones barrían el pueblo y los caminos, y las mujeres cosían en las solanas y miraban al cielo en busca de una nube que anunciase lluvia. Al final no había más remedio que sacar a los santos en rogativa para pedir el agua que el campo estaba necesitando.
Bien pronto, amaneciendo casi, se salía por las mañanas en procesión alrededor del pueblo, cada día en dirección distinta. El cura entonaba la letanía de los santos y la gente respondía un “te rogamos, óyenos” unánime al que se unía a destiempo el canto del cuco desde la cruz de piedra del calvario. El cura requería el hisopo y asperjaba los campos hacia los cuatro puntos cardinales.
Quizás el campo había comenzado ya a ponerse amarillo, pero la gente confiaba en los santos y estaba segura de que antes o después vendría la lluvia, aunque hubiera que sacar al Cristo de los Frailes.
El Cristo de los Frailes no tenía andas, nunca se sacaba en procesión. Ese Cristo estaba mal de mover, era un Cristo muy grande, muy pesado. Un Cristo que cuando se fueron los frailes se trajo desde el convento a lomos de una yunta de bueyes y costó Dios y ayuda colocarle en el altar. Eso es lo que dicen los antiguos, porque la cosa viene de lejos. Por eso es una imagen que nunca se mueve. Está allí, quieto, en el altar de la izquierda, medio a oscuras y sin levantar cabeza. Te acercas y, fijándote mucho, puedes ver el brillo de los ojos. Notas la claridad de la mirada entre los párpados oscuros. Es como si, por dentro del cuerpo reseco y ennegrecido por el humo de velones y lamparillas a través de los siglos, todo fuera a ser luz; como si toda la luz del mundo estuviera contenida en el interior del Cristo de los Frailes. La gente lo recuerda y lo comenta ahora cada año por el tiempo de las rogativas; sobre todo cuando la lluvia se resiste y acaban secándose los balsones y las fuentes. Enseguida salen con lo mismo:
– A ver si va a haber que hacer como antaño y tenemos que sacar el Cristo de los Frailes.
Ya hace tanto tiempo de aquello que sólo queda el testimonio de lo que los más viejos oyeron contar a sus mayores; y algunos dicen que todo son habladurías, que nunca sucedió semejante cosa.
Cuentan que ya se daba por perdida la cosecha, que se esperaba un tiempo de hambre y rapacería, porque aún eran días de bandoleros y salteadores de caminos. Según dicen, ya se había sacado en rogativa a todos los santos, pero ni san Roque el del perro, ni la Inmaculada, ni la Virgen del Carmen, ni la Virgen de la Piña, ni san Isidro Labrador, ni san Antón el del puerco habían conseguido la lluvia. Decían que a los santos había que moverlos, que había que zarandear las andas cuando se les sacaba en rogativa. A espaldas del cura se llegó a poner bocabajo a san Antón el del puerco, cosa que aseguraban que nunca había fallado.
Dicen que el campo no daba un aliento de frescor, y que la gente, en su desesperación, llegó a negarse la palabra. Ya hacía tiempo que se habían secado los balsones y las fuentes, y hubo que racionar el agua del pozo del concejo. Unos a otros se miraban de soslayo buscándose la culpa por el rostro.
–No va a haber más remedio –rumiaban para sí. Y ellos se entendían.
Las mujeres se quedaron sin lágrimas, y lloraban un llanto que era apenas un quejido sofocado y estéril, surgido en el oscuro fondo de las gargantas. A los hombres se les quebró la tos de madrugada y se les quedó en crujido de crótalo. Ya se habían agostado todos los alcaceles cuando el cabildo se reunió a tratar el asunto.
–No hay nada que hacer –concluyeron–. O se saca el Cristo de los Frailes o esto no tiene arreglo.
–Parece mentira que ni san Antonio el del puerco, que nunca había fallado, haya sido capaz de arrancar una gota.
–Pues ya se ve que nones.
Pero el cura se opuso; dijo que no, que el Cristo de los Frailes no se sacaba, que le rezasen en el altar, si querían; así que no pudo ser. Se le hizo una novena y todo, pero nada, no cayó ni una gota, de modo que no hubo más remedio.
Madrugaron una mañana de mayo y a cencerros tapados llevaron la yunta de un tal Espadañas; y era una madrugada en la que hasta el tiempo parecía detenido en la esfera cuarteada del reloj de la torre. Con un golpe de marro quebraron los cerrojos, abrieron las cancelas y los bueyes entraron con paso reverente hasta el centro del crucero.
Nadie sabe lo que costó bajar al Cristo y sujetarle cara al cielo sobre la yunta. Los hombres sentían el sudor resbalando hasta las comisuras de los labios resecos, y allí se lo enjugaban con la punta de la lengua.
Camino de la reguera se cruzaron con la tibieza de un suspiro, y por la parte del Jaramillo notaron que un cielo de plomo cerraba por entero el firmamento. Se borraron las Cabrillas y lo que parecían arreboles de amanecida. Por la orilla del monte sopló un aire de tormenta que pareció cargado de azufre. Nadie hablaba. Sólo se oía el paso de los bueyes y el gemido de las coyundas. A trechos daba la impresión de que el Cristo fuera vivo camino del Gólgota.
–Se podrá fumar, digo yo –habló tímidamente el guarda jurado. Y como nadie dijo nada se detuvo a liar un cigarro que le salió flácido y tuerto. Chiscó y apuró el paso, mirándolos andar unos pasos delante al flanco de la yunta; como huyendo de algo, recelosos.
No se creyeron que más allá de las encinas hubieran visto un chispazo amarillo de pedernal; pero antes de que hubieran reconocido el rumor blando y lejano de la tronada la centella restalló sobre sus cabezas. Por primera vez consideraron la gravedad de lo que estaban haciendo, y sin mediar palabra, el que llevaba la aguijada hizo a la yunta cortar en dirección al pueblo y avivar el paso.
A la luz de un relámpago les pareció que el Cristo respiraba. Uno se quitó la gorra y los demás le imitaron sin rechistar. Las primeras gotas rebotaron sobre el polvo como perdigones dispersos. Al paso bamboleante de la yunta, la faz del Cristo se iluminó de nuevo con el fusilazo de un relámpago, y fueron simultáneos la llegada del trueno y el derrumbarse sobre sus cabezas de toda el agua que quedaba en el mundo. Apenas unos segundos y los caminos fueron ríos saliéndose de madre.
No valía la pena apresurarse. Llegando al cementerio iban ya con el agua por las corvas, y cerca del pueblo, de noche ciega todavía, se cruzaron con trillos y banquetas que nadaban camino de la cárcava. Detrás iban los bancos de la iglesia, hacheros y reclinatorios.
Llovió tres días seguidos, hasta que colocaron de nuevo en el altar al Cristo de los Frailes. Les imponía acercarse a la imagen, pero al fin las mujeres tuvieron que limpiar el barro que la cubría, y entonces se vio que al Cristo le había nacido hierba asperilla entre los dedos de los pies.
Págs. 11 a 15