de nostalgias y sueños
 

    El recuerdo es el estado inicial de la nostalgia; ese sentimiento bifronte que primero se traduce en alegría retrospectiva al evocar un tiempo feliz, pero que en seguida suscita en nosotros una sensación de vacío, de añoranza del pasado. En un primer momento apreciamos cómo dentro de nosotros algo maravilloso cobra vida, resucita, nos impregna.

    La nostalgia es exclusiva del hombre. Tan sólo a los seres racionales nos es posible duplicar la vida, acuñar un instante de felicidad, fabricar un sueño. Decía Epicuro que ser feliz consiste en rememorar un tiempo placentero.

    Lo malo de la nostalgia es el ácido sabor que, casi de inmediato, produce la preteridad del hecho recordado, esa sensación que nos empuja a la necesidad de retención, de aprehendimiento, a la melancolía en suma.

    El arte de escribir surge a menudo de una posibilidad de huida hacia otro tiempo, del recurso de la nostalgia, del empeño por recuperar los paraísos perdidos, de un esfuerzo por interpretar claves que son músicas, rumores de viento, resonancias en las concavidades del alma.

Estaremos hechos, hizo decir Shakespeare a uno de sus personajes, de la ansiedad de nuestros sueños. Me pregunto qué sería del escritor sin un archivo de nostalgias, sin un río de vivencias emanando de los más recónditos veneros de la mente; mucho más en un mundo al que por momentos domina el automatismo y en el que cada día es preciso llenar tantas oquedades.

    Es cierto que todas las cosas son pasajeras, pero unas pasan y otras nos traspasan, se alojan en el sotofondo de la memoria. De allí es posible rescatarlas para encender en las cimas del recuerdo un fuego de San Telmo capaz de iluminar el presente. Siquiera sea un solo instante, un breve instante.

    Estamos tan acostumbrados al estruendo de la existencia que un momento de silencio nos parece un inusitado paréntesis dentro del cual el cristal de la vida se rompe; y es en ese instante cerrado y completo cuando nos es posible distinguir nítidamente irisadas facetas, quizá no advertidas en el pasado que evocamos. Sólo las cosas que soñamos suceden realmente. Es un viento que pasa removiendo las soterradas hojas caedizas del alma, que levanta la costra a viejas heridas nunca cicatrizadas del todo, que se nos lleva en aluvión los harapos y amarguras del presente. ¿Será en ese momento posible la sonrisa? En seguida vamos a sentir la melancolía como un polvo dorado posándose otra vez en la memoria.

    Somos lo que recordamos, lo que somos capaces de soñar. Llegamos en la vida hasta donde es capaz de proyectarnos nuestro propio pasado, nuestra posibilidad de fabulación. De ahí que los más considerables logros del “homo sapiens” en cualquier actividad hayan tenido su origen en la fantasía, en la capacidad de ensoñación de mentes de largo vuelo, pues ya decía Ortega que la estricta necesidad apenas crea otra cosa que lo estrictamente necesario.

    Con frecuencia el lujo de un sueño se proyecta desde una nostalgia. Por eso es importante mirar hacia dentro de nosotros mismos, rebuscar nostalgias, añoranzas que sirvan de estímulo al presente. Sólo los resentidos, los que no archivaron en la memoria nada positivo, carecen de nostalgias. A los otros, a los que vamos por la vida recordando que donde hay sombra hubo una luz y que por consiguiente es posible hacer una sonrisa de una lágrima, a ésos, a veces, únicamente el pasado nos salva del presente.


HOJA DEL LUNES (Valencia)