Ilustrísimo Señor Alcalde, señores concejales y miembros del jurado, buenos días a todos, señoras y señores:

Pero entiendo que quizá les gustaría a ustedes saber cómo surgió esta novela, cuál es el origen de EL MUNDO POR UN AGUJERO; por qué, para qué fue escrita. Desde luego les anticipo que no fue escrita para concurrir a este certamen literario, ni a ningún otro, por supuesto. Es más, como ya les considero a ustedes amigos míos, les voy a hacer una confidencia: esta novela estuvo un tiempo en capilla, condenada por mí al fuego, a desaparecer. O sea que, fíjense ustedes: todos esos personajes que ahora viven en sus páginas, pasaron una temporada en el corredor de la muerte. Menos mal que tuvieron un buen valedor y consiguió su indulto. Gracias a él han llegado hasta ustedes.
¿Por qué la escribí? ¿Y quién sabe por qué escribe un escritor?
Bueno, algunos sicoanalistas están convencidos de que el escritor es un neurótico como otro cualquiera, pero que se libera de su neurosis escribiendo.
Flaubert, por ejemplo, decía que escribía “para vengarse de la realidad”, una realidad con la que probablemente no estaba muy de acuerdo; le molestaba, le hacía daño.

Pavese aseguraba que, después de escribir algo, se quedaba como un fusil recién disparado.
No hay, como verán, una regla general por la que se defina el intento de escribir, que, por otra parte, no me negarán ustedes que es una cosa en la que todos nos empeñamos alguna vez en un momento de nuestra vida.
Lo que parece evidente es que el escritor es un hombre que sufre como otro cualquiera, pero que, además, lo cuenta. Quizá escribir no sea ni más ni menos que un cierto sadismo que consiste en hacerse una herida y sacarse la vida por ella. Es posible.
Escribir es una forma de agarrarnos al pasado para soportar el presente. Escribir es ver lo invisible; oír lo inaudible; tocar lo impalpable y tratar de contárselo a los demás para salvarnos a nosotros mismos de la soledad.
Y además están los grafómanos. Decía Clarín que el grafómano es un enfermo del género de los neuropáticos, que son unos individuos de temperamento alocado a quienes les da por escribir como les podía haber dado por subir en globo. Pero yo les aseguro que hay más clases de grafómanos que de mariposas; de modo que su tratamiento sería complicado y extenso para abordarlo aquí. Vale más que les hable de mi caso.
Una música, un perfume, tal vez una palabra, son para mí semillas lanzadas al campo germinal de la imaginación, y, alguna vez, el comienzo de un proceso creativo que, tras no pocas vicisitudes, puede culminar en una historia aprovechable.

Pero, desde ese instante, hasta que el lector tiene en sus manos el resultado final convertido en libro, hay un arduo proceso que superar, un camino lleno de dificultades y de trampas.
De todas formas, yo estoy convencido de que sólo las cosas que soñamos suceden realmente. Cualquier hombre es un dios cuando sueña y no es más que un mendigo cuando piensa, aseguraba Hölderlin. Y otro filósofo y escritor francés, Taine, decía que la verdad es una alucinación normal. Por eso yo, cuando escribo, en ese trance, lo hago exclusivamente para mí; por un afán de duplicar la vida; para ser don Andrés, o Nonato, o Raúl Pedrajas, o Armando, o Morito Domingón, o el tío Agapito, o cualquiera de los personajes que hasta ahora he creado en mis novelas y que al final acaban siendo mis mejores amigos, mis más cercanos amigos. Algún lector me ha reprochado que, en ocasiones, mis personajes no tienen nombre. Confidencialmente, les diré a ustedes que lo hago adrede, para que nadie más que yo pueda llamarles, y, si no los nombra, nunca podrá llegar a su intimidad ni manipular su circunstancia.
Se escribe porque el autor se siente dominado por la soberbia de saberse capaz de crear un universo y mandar en él. Se escribe para mentir impunemente. Se escribe para poner patas arriba la realidad de cada instante.

Y no les canso más. Ahí tienen a todos esos personajes. Ellos les hablarán por mí: mejor que nadie me conocen puesto que vivimos juntos tantas aventuras.
Quiero aprovechar la ocasión para dar las gracias a la ciudad de Salamanca, cuyo Ayuntamiento patrocina el premio. Mi agradecimiento a todos cuantos colaboran en su promoción. Mi admiración sincera para los hombres y mujeres que dedican parte de su tiempo a una actividad tan infrecuente como es la difusión de la Cultura. Pero, si hablamos de cultura, ¿dónde, si no en Salamanca, para una circunstancia semejante? Esos hombres y esas mujeres justifican por sí mismos el intento de cualquier escritor honrado, y, por consiguiente, el de cualquier lector sin apasionamientos espurios.
Quiero ponderar la labor de Ediciones Algaida, que tan cuidada y primorosamente suele presentar el libro.
Espero y deseo una feliz andadura para los Premios Ciudad de Salamanca en sucesivas convocatorias, por más que el camino sea, y lo será sin duda, difícil. Eso, no obstante, hará más meritorio el éxito.
A los miembros del jurado que consideraron mi novela merecedora del premio, muchas gracias. A los que defendieron otras opciones por convicción, puesto que sus autores no están aquí para poder hacerlo, en su nombre, muchas gracias. A todos ustedes, señoras y señores, por estar presentes en este acto, muchas gracias.